John Banville – “El mar”. (Anagrama)

He aquí otra novela que explora el territorio del duelo y cómo seguir enfrentándose a la vida tras la pérdida de un ser querido. Es un tema que me atrae especialmente. El irlandés John Banville es celebrado como uno de los maestros de la lengua inglesa y en los últimos tiempos ha adquirido cierta notoriedad por estos lares gracias a esta novela que ganó el Premio Booker en 2005 y a su exitosa incursión en la literatura policíaca bajo el seudónimo de Benjamin Black. Este relato de un historiador del arte que vuelve al pueblo costero en que veraneó de niño para escapar de la dolorosa muerte de su mujer me sorprendió por su estilo tan depurado e intelectual; no sé por qué me esperaba algo más narrativo: “Se supone que la vida, la auténtica vida, es una lucha, una acción y una afirmación inagotable, la voluntad embistiendo con su cabeza roma contra la pared del mundo, cosas por el estilo, pero cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que la mayor parte de mis energías se dedicaron siempre a la simple búsqueda de cobijo, de comodidad, de sí, lo admito, un rincón acogedor(…) Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro”.

La divagación en torno a recuerdos del pasado ha dado grandes obras en la literatura inglesa. Curiosamente El mar no paraba de recordarme mientras lo leía a Las olas de Virginia Woolf, por su manera aparentemente aleatoria de entrelazar escenas del pasado y del presente, dejándose mecer por el devenir de la marea y añorando con melancolía la pureza de las primeras experiencias, de los deseos y las ilusiones intactas. Y en ambas, el mar como poderosa metáfora.

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Aunque no es un libro que recomendaría a cualquier lector, a mí me ha gustado por su poso otoñal, su existencialismo, su aire triste, sus reflexiones sobre la infancia (“La felicidad era diferente en la infancia. Entonces se trataba de acumular, de coleccionar cosas –nuevas experiencias, nuevas emociones- y aplicarlas como si fueran relucientes azulejos en lo que algún día sería el maravillosamente acabado pabellón del yo”); la creación (“En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe la palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos”) y las ambiciones vitales, o la manera tan personal en que recordamos sucesos, lugares y personas del pasado. Banville no ensalza a su protagonista y a lo largo de las páginas del libro te debates entre la simpatía y la antipatía hacia él, que habla en primera persona y se coloca a sí mismo a la altura del betún: un diletante, patético, incapaz… Y pese a la dureza de palabras y a la decadencia a la que llega, te compadeces de él, en ocasiones empatizas y te conmueve su sufrimiento. “Siempre he poseído la convicción, inmune a todas las consideraciones racionales, de que en algún momento futuro y sin especificar el permanente ensayo que es mi vida, con sus numerosas malinterpretaciones, sus deslices y pifias, terminará, y la obra propiamente dicha, para la que me he estado preparando siempre y con tanto ahínco, comenzará por fin”.

Hay autores que despiertan especialmente tus deseos de leerlos en su lengua original porque incluso a través de la traducción, intuyes la fuerza y la habilidad que muestran con el lenguaje. John Banville es uno de ellos. Mientras leía el libro no podía dejar de pensar en lo mucho que ganaría leyéndolo en inglés, más aún cuando Banville es todo un estilista y conocedor de la lengua inglesa, e irlandesa, como cuenta en esta interesantísima entrevista de Enric González para Babelia. >

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