Elena Medel - “Mi primer bikini” (DVD Ediciones)

He ido postergando este momento como una cobarde. Para mí no hay nada más expuesto que escribir sobre poesía, me encanta leerla, siempre por impulso, desordenadamente, como escapatoria, pero luego prefiero guardarla para mí. Me parece un acto demasiado íntimo, me resulta difícil concretarlo y compartirlo con palabras. Pero por una vez haré una excepción. Hace poco cayó por fin en mis manos una de las obras de Elena Medel, una escritora insultantemente joven que se dio a conocer con el Premio Andalucía Joven de Poesía 2001 que consiguió con este libro, Mi primer bikini. Supe de ella más tarde, en verano de 2005 por uno de esos artículos de la última de El País que contaba quién era. Me intrigó su juventud, su aspecto y que citara a Sylvia Plath como una de sus referencias. La poesía puede ser muchas cosas. A mí me gusta la que me implica, la que me impacta, me emociona o me inquieta, la que dice las cosas de la manera más certera o, por qué no, misteriosa. Y ahí caben por igual Sylvia Plath, Luis Cernuda, Alejandra Pizarnik, José Ángel Valente, Federico García-Lorca, Vicente Gallego, Elizabeth Bishop… por muy diferentes que sean.

En alguno de los blogs en que colabora dice: “Concibo la poesía como el género de la identidad: me sitúa en el mundo, establece coordenadas, construye mi memoria y lo que soy”. En el clavo. Cuando leo y releo la colección de versos que compone su primer poemario no deja de engatusarme con el morbo de quien curiosea en la vida del otro y no puede parar.

Todo sea por mis amantes, que no son dignos de elogio:
son minúsculos, y redondos y azules,
azules o blancos, o azules y blancos,
y su boquita de piñón es invisible,
y para besarles introduzco a los pitufos
en mi boca, y para gozar de ellos
los trago, porque me sé mantis religiosa.
Quién soy, quién soy, ni siquiera sé quién soy.


Pero al mismo tiempo soy consciente de lo inmaduro de esta primera obra, que ella escribió con tan solo quince años y estoy deseosa de leer completa la última, Tara, en la que abandona las referencias pop y las impresiones adolescentes, para reflexionar a partir de la muerte de su querida abuela. Otra vez la muerte y otra vez una escritora. La literatura femenina no existe, es una simpleza, pero hay voces que sí podemos reconocer como tremendamente femeninas, de la estirpe de las lobas:

Soy una de ellas porque mi corazón será abono. Porque mi
sangre, que es la suya, sube y baja por mi cadáver como por
escaleras mecánicas;
porque el fundamento de mi carácter, al descomponerse, se
incorpora a una especie salvaje
que ladra y que hiere y que te lleva a su terreno, que ignora las
afrentas, que jamás se extinguirá.

Somos de generaciones diferentes y a mí nunca me han gustado los dibujos animados pero sus afilados fraseos, que a la vez también son delicados, me explican, me describen, me sonrojan. Quién sabe, a lo mejor a partir de ahora me animo y sigo hablando aquí de mi pasión secreta.

Tennessee Williams – “La gata sobre el tejado de zinc caliente”

Hace algún tiempo descubrí a los escritores del Sur de los Estados Unidos del siglo XX, aunque fue después de leer a algunos de ellos, como Carson McCullers, Truman Capote, Harper Lee… y ahora Tennessee Williams, que los guardé a todos juntos en esa especie de cajón mental. No conozco a Faulkner, idolatrado en el pueblo surrealista de Amanece que no es poco, puede que porque en sus relatos se vieran reflejados esos personajes de la España profunda, a pesar de la lejanía. De Williams, he decidido empezar con La gata sobre el tejado de zinc caliente, premio Pullitzer en 1955, porque supongo que en mi memoria aún me deslumbraban Elizabeth Taylor y Paul Newman en ese film made in Hollywood. Intentaré daros mi opinión, pero advierto que no soy una lectora asidua de teatro.

Dentro de esta literatura, Truman Capote es uno de los escritores que más me ha impactado –y uno de mis preferidos– aparte de por el interés que despiertan en mí sus historias, por su manera de contarlas, para mí tan precisa, muchas veces mordaz, y bella (tampoco he leído a Mailer, otro de los baluartes del Nuevo Periodismo, aunque tengo ganas; si mal no recuerdo, en el prólogo de Música para camaleones, Capote rememora las reticencias iniciales de aquél ante esa nueva literatura de la realidad que después le dio sus mayores éxitos. También decía, con esa vena corrosiva, que no le importaba haberle prestado algún servicio, puesto que era un buen tipo). Me he encontrado escritores diferentes que saben como nadie transmitir una percepción común, ese algo desolador en los cimientos de sus personajes, de la sociedad en la que se han construido, pero con una sensibilidad enorme.

En La gata… de Williams los personajes chocan entre ellos, interaccionan a ciegas sin llegar a comunicarse, encerrados en la más absoluta soledad cada uno de ellos, salvo quizás aquellos –contrapuntos más planos– que más cómodos se sienten en su entorno social, los que han decidido (o han podido) aceptar las normas para sobrevivir en ese mundo antropófago: Gooper, el hijo mayor de la familia, y su esposa; la abuela; el reverendo Tooker (“personificación viviente de la mentira piadosa y convencional”)

La acción se desarrolla en el dormitorio de una mansión, en una próspera plantación del delta del Mississippi. La habitación está como la dejaron Peter Ochello y Jack Straw, una vieja pareja que agotó allí toda una vida en común. Está decorada con un estilo oriental, cálido; nada que ver con ese paisaje sureño y sus nuevos ocupantes, Brick y Margaret. Éste es el único escenario y parte del alma de esta obra. Una familia se reúne por el cumpleaños del abuelo, el gran patriarca, y allí se encuentran la esposa de éste, los dos hijos del viejo matrimonio con sus respectivas esposas, los “insoportables” pequeños del hijo mayor, además del reverendo y el médico, que también han acudido ante la anunciada muerte del abuelo y que ahora tratan de ocultarle algunos de ellos mientras, a sus espaldas, pretenden atar el destino de sus propiedades.

Todo gira en torno a la “mendacidad”, motivo por el que Brick, el hijo menor de los abuelos, vieja estrella del deporte, se ha vuelto un alcohólico acabado. Se ha roto la pierna en una de sus borracheras, por lo que la familia sube a su habitación para celebrar el encuentro. Los personajes van saliendo y entrando en ella. Brick no soporta a su mujer, Maggie, “la gata” que pese a todo aguanta sobre ese tejado ardiendo que es su vida con su marido, al culpabilizarla de la muerte de su amigo Skipper. En realidad, la profunda amistad que unía a éstos acaba por resquebrajarse ante a la mirada acusadora de los demás, quienes ven en ella una homosexualidad escondida. El abuelo, un personaje autoritario y malhumorado, quien intenta tener una conversación sincera con Brick sobre la posible homosexualidad de éste (punto álgido de la historia), le recuerda que, fueran ciertos o no los rumores, fue él quien no quiso afrontar la situación junto a su amigo y quien se negó a ayudarle: “Este asco que te produce la mendacidad no es más que asco de ti mismo”.

Hay un fragmento de una acotación que está en el centro mismo de La gata… y que para mí resume lo brillante de esta obra, esa impresionante tensión dramática. No le interesa si el hecho que discuten padre e hijo es o no cierto: “El pájaro que pretendo atrapar en la red de esta obra no es la solución al problema psicológico de un hombre. Trato de captar la verdadera naturaleza de la experiencia de un grupo de personas, esa interrelación turbia, vacilante, evanescente, con una carga feroz, que se da entre unos seres humanos en medio de la tormenta de una crisis común”.

Los protagonistas están llenos de contradicciones, como la vida misma. El padre es un viejo que siente asco de su mujer, de su hijo mayor, su nuera y sus nietos, pero de alguna manera es comprensivo con Brick (que puede vivir como quiera dentro de sus tierras); le explica que Jack Straw y Peter Ochello, a quien Brick llama “degenerados” o “maricones”, le acogieron en aquella casa después de llegar a los Estados Unidos y haber vivido como un ser inmundo. Maggie ama a Brick y es un ser impulsivo, espontáneo y con sentido del humor, pero también desea no quedarse fuera del juego de la familia, sin su parte de la herencia del abuelo porque sabe lo que es ser pobre… Todos ellos son mirados con ternura por el autor en medio de sus contradicciones y de lo grotesco de su existencia, lo que para mí le une a McCullers, a Capote, a Lee… –además de la maravillosa estética de sus obras–, ya sean sus personajes “monstruos” deformes, asesinos, hipócritas…

Éste es un drama clásico pero contado de una forma poética y con una sinceridad que en el momento en que se publicó pudo resultar brutal para muchos, tanto que el autor, según cuenta Diego Galán en un artículo de El País, repudió la película llevada al cine por Richard Brooks hasta el punto de ir a las colas de los cines para convencer a los espectadores de que no entraran a verla. Es comprensible, yo la he vuelto a ver: la censura le robó a la historia la habitación de Straw y Ochello, la mención de estos personajes, el tema de la homosexualidad que sólo puede intuirse con imaginación, esa abuela vivaracha, gorda y vulgar, que se ha convertido en una mujer delgaducha, molesta y tonta, el final, la redondez de la obra de Tennessee Williams… Tendrá y conservará otras cosas, pero le falta algo esencial: la sinceridad, la mirada de su autor.

Juan José Millás - "El Mundo" (Planeta)

Cuando a uno le cae en las manos un libro galardonado con un famoso premio, es fácil que se vea tentado a contemplarlo desde una perspectiva diferente a la que se enfrenta a cualquier otro. A mí me ha sucedido con este El Mundo, obra con que Juan José Millás ganó la edición 2007 del Premio Planeta; un certamen que si no goza del prestigio y el respaldo de la crítica, sí que disfruta de una enorme popularidad. No se trataba del primer Planeta que leía (aunque los leídos no llegan a los dedos de una mano), pero sí del primero al que me enfrentaba todavía caliente, lo que me sirvió para experimentar en mis propias carnes lo que muchas veces se ha criticado de la publicidad que se da a estas novelas: que el halo de especialidad que se les infunde acaba produciendo un desencanto sobre ellas, pues lo normal es que no tengan un carácter excepcional; un desencanto que, si caen en manos de un lector no habitual, se traslada a la lectura en sí.

No iba, obviamente, ésta o alguna otra novela, a acabar con mi pasión por la lectura, pero sí es cierto que, transcurrida aproximadamente una quinta parte de El Mundo, la sensación que me estaba dejando era ciertamente fría. Imagino que la mayoría de los que leen esto lo saben, pero por si a caso diré que El Mundo es una novela de corte biográfico sobre la infancia de su autor, o como el propio Millás señalaba en su promoción, una "biografía novelada". No obstante, el inicio de la misma, construida a partir de un narrador contemporáneo -el autor- que va rescatando viejos recuerdos, que guardan la frágil conexión de estar protagonizados por un mismo sujeto -él en su infancia-, se me antojó poco atractivo, tanto por lo manido del fondo (hay infinidad de memorias/novelas de este tipo) como por lo superficial de la forma, cercana casi al reportaje interpretativo.

Sin embargo, tras ese inicio titubeante, en que parece que el autor no sabe como afrontar y justificar esta especie de confesión que es El Mundo, el Juan José Millás más conocido toma las riendas de la novela con un episodio fantástico que remite a sus obras más populares. Un momento -el de la fiesta que celebra su editor- en el que se hace protagonista de uno de esos habituales desdoblamientos de la realidad que le hará retrotraerse en su infancia y que justifica por si solo el ejercicio de memoria. Es a partir de esa toma de confianza cuando, a mi humilde entender, El Mundo crece como obra y se compacta, con un autor que hilvana uno tras otro grandes momentos (la relación de Millás niño con el padre de su amigo fallecido; su reencuentro con su amor de juventud; el desmentido de la leyenda de la memoria a raíz del encuentro con una vieja vecina) sin bajar el pulso, pese a algún altibajo, prácticamente hasta un hermoso e impactante epílogo.

Así pues, El Mundo se constituye en una curiosa obra, interesante por su forma híbrida de confesión y memorias que la distancia de otras novelas sobre la infancia y juventud más convencionales en la forma (Gràcies Per La Propina o Las Cenizas de Ángela serían dos casos); y también, por lo que de metaliterario tiene, pues en ella su autor señala algunos pasajes de su vida que supuestamente inspiraron algunas de sus obras (lo que atraerá aún más a sus lectores habituales). Sin embargo, quizás su titubeante inicio y un toque autobiográfico carente de presentación formal (sí empieza hablando de su infancia, pero de un modo un tanto tímido) no consiga hacerla conectar con aquellos que desconozcan, antes de enfrentarse a ella, la biografía y la personalidad del autor. Pero eso es algo que yo, seguidor de Millás, no he podido experimentar.

Los libros de viajes tiene diversos usos: evasión, información, puro disfrute literario... En este caso lo que yo buscaba en Florencia de David Leavitt era impregnarme del espíritu de una ciudad que iba a visitar y respecto a la cual tenía una imagen muy clara gracias a dos películas, Una habitación con vistas y, especialmente, Hannibal (lo siento, no me he leído ninguno de los textos originales...). Creo que la segunda es mucho más sugerente y evocadora del ambiente decadente que despide la ciudad. Tal y como hay una música, un libro, una película, para cada momento, también hay ciudades que se deberían visitar en el punto vital adecuado y eso es lo me pasó a mí con Florencia, ¡oh, la artística Florencia! No me quiero extender, sobra con decir que me quedo con la pasión que me transmite el doctor Lecter a través de su mirada, sus palabras, su Duomo visto desde el Belvedere... A veces los relatos mejoran la realidad. La realidad tiene sus inconvenientes.

Pero a lo que iba. Al principio me costó entrar en materia con el libro de David Leavitt, no me interesaban demasiado sus detalladas historias sobre ingleses excéntricos que se mudaron a Florencia desde el siglo XIX para escapar de la estricta moral victoriana. Al margen de alguna anécdota curiosa, las páginas se me hacían algo farragosas, pero ahora que lo pienso quizá su obra acierte de pleno, porque es como la ciudad que retrata, llena de contradicciones, recovecos y espesura, te gusta y a la vez la detestas. Por eso, cuando el escritor estadounidense se centra, a partir del cuarto capítulo, en lo que es Florencia en sí misma, en su arte, en lo que sucedió durante la II Guerra Mundial y en sus experiencias personales en ella, para mí es cuando empieza lo bueno.

Es cierto que la obra no es muy extensa y que los primeros tres capítulos se le van en asuntos que no me interesan pero el resto acaba compensando. Como cuando cuenta su primera visita de universitario voraz: “Al término de cuatro días, había visto casi todo lo que me había indicado mi profesor de Arte; […] ¿Y cómo me sentía? Irritable, impaciente, incompetente. El síndrome de Stendhal: la sobreabundancia de maravillas de Florencia sacudió mi equilibrio de tal modo que, al final de mi estancia allí, decidí interrumpir mis vacaciones y volar de vuelta a Palo Alto, impulsado por una añoranza de todas las banalidades norteamericanas con las que esperaba recuperarme a mí mismo”. Mucho mejor cuando Leavitt, como digno admirador de E.M. Forster que es, hace lo que mejor sabe, diseccionar lo que conoce de primera mano. Antes de leerlo solo lo conocía por su novela Junto al pianista, que Ventura Pons adaptó al cine como Manjar de amor pero creo que ahora me ha picado la curiosidad.

Francisco González Ledesma - "Una Novela De Barrio" (RBA)

Su nombre está ahora en boca de todos, pero hace poco más de una década encontrar una de sus obras era misión imposible. Al menos un lustro me pasé, a mediados de los noventa, buscando infructuosamente una nueva novela en la que pudiera seguir degustando el pulso narrativo y los conocimientos de la España en transición que me habían fascinado en Crónica Sentimental En Rojo, la obra con que Francisco González Ledesma se alzó como vencedor del Premio Planeta en 1984 y que de un modo rocambolesco había llegado a mis manos tanto tiempo después. Pero era imposible. Su bibliografía estaba por entonces descatalogada y mencionar su nombre en las librerías, incluso en las de viejo, era enfrentarse a rostros de desconcierto.

Sin embargo, tras un parón de casi una década sin que se editara material suyo, en 2002 Ledesma regresa con una nueva novela, El Pecado O Algo Parecido, y recibe el empujón de sus colegas en la Semana Negra de Gijón, donde es elegida como la mejor del año. A partir de ahí el autor continuaría escribiendo con regularidad, se empezarían a reeditar sus obras, y llegarían los primeros reconocimientos -en paralelo a su redescubrimiento- a su figura como lo que es: uno de los principales baluartes de la novela negra -o como él prefiere, novela social- española.

Y es en esa tesitura como se publicó recientemente su nueva entrega, Una Novela de Barrio, que sale al mercado con la vitola de ser la ganadora del Primer Premio Internacional de Novela Negra de la editorial RBA. No obstante, pese a lo que este galardón pueda sugerir, Una Novela De Barrio no es una obra sorprendente en su esencia, sino la nueva entrega de Ledesma protagonizada por su personaje más célebre: el inspector Méndez. Un personaje que irrumpió por primera vez como secundario en Expediente Barcelona, llevó el peso de la investigación de Crónica Sentimental en Rojo, y protagonizó, con su mirada desencantada, la crónica de una Barcelona que desaparecía en Las Calles De Nuestros Padres.

Como en ellas, Méndez, a pesar de presentarse cercano a su jubilación en sus primera aventuras de principios de los ochenta, continúa pateando las calles de los barrios más deteriorados de Barcelona, las únicas en las que se sabe desenvolver. Y precisamente por eso, cuando aparece el cadáver de un ex presidiario, víctima de un asesinato en una vieja finca a punto de demoler, sus superiores no dudan en encargarle el caso. Tendrá así el álter ego de Ledesma, una nueva oportunidad de pasear por los barrios más deteriorados de una Barcelona que es cada vez menos suya; de conversar y compadecer a los últimos derrotados de la posguerra a los que, en muchos casos, la represión condujo a la delincuencia; y de tratar, en el escaso margen que el sistema le permite, de imponer una justicia que muchas veces no es la misma que dicta la ley.

Proporcionará así la novela escasas sorpresas a los viejos seguidores del escritor y periodista catalán, pues esta su crónica de la realidad de la Barcelona más desfavorecida, ya ha protagonizado otras entregas de la serie, como la más recientes Cinco Mujeres y Media. Sin embargo, no dejará de tener valor para aquellos que se enfrenten por primera vez a una de sus novelas policíacas, pues les pondrá frente a una obra que es resultado de la necesidad de su autor de contar lo que vivió en primera persona. Un Francisco González Ledesma que nació y vivió en el bando de los perdedores, y aún cuando encontró en su vida el éxito profesional, ya fuera como abogado o como periodista, no dejó de tener un contacto con ellos y con sus miserias. A ellos ha consagrado su obra literaria y lo sigue haciendo. Y por si alguien todavía desconoce su esfuerzo, a pesar de que su obra reeditada cope ahora las estanterías, aún le llueven más premios. Galardones que aunque se entreguen, como en este caso, a una obra en particular, reivindican la figura de un autor que sin duda los merece.

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