Tennessee Williams – “La gata sobre el tejado de zinc caliente”

Hace algún tiempo descubrí a los escritores del Sur de los Estados Unidos del siglo XX, aunque fue después de leer a algunos de ellos, como Carson McCullers, Truman Capote, Harper Lee… y ahora Tennessee Williams, que los guardé a todos juntos en esa especie de cajón mental. No conozco a Faulkner, idolatrado en el pueblo surrealista de Amanece que no es poco, puede que porque en sus relatos se vieran reflejados esos personajes de la España profunda, a pesar de la lejanía. De Williams, he decidido empezar con La gata sobre el tejado de zinc caliente, premio Pullitzer en 1955, porque supongo que en mi memoria aún me deslumbraban Elizabeth Taylor y Paul Newman en ese film made in Hollywood. Intentaré daros mi opinión, pero advierto que no soy una lectora asidua de teatro.

Dentro de esta literatura, Truman Capote es uno de los escritores que más me ha impactado –y uno de mis preferidos– aparte de por el interés que despiertan en mí sus historias, por su manera de contarlas, para mí tan precisa, muchas veces mordaz, y bella (tampoco he leído a Mailer, otro de los baluartes del Nuevo Periodismo, aunque tengo ganas; si mal no recuerdo, en el prólogo de Música para camaleones, Capote rememora las reticencias iniciales de aquél ante esa nueva literatura de la realidad que después le dio sus mayores éxitos. También decía, con esa vena corrosiva, que no le importaba haberle prestado algún servicio, puesto que era un buen tipo). Me he encontrado escritores diferentes que saben como nadie transmitir una percepción común, ese algo desolador en los cimientos de sus personajes, de la sociedad en la que se han construido, pero con una sensibilidad enorme.

En La gata… de Williams los personajes chocan entre ellos, interaccionan a ciegas sin llegar a comunicarse, encerrados en la más absoluta soledad cada uno de ellos, salvo quizás aquellos –contrapuntos más planos– que más cómodos se sienten en su entorno social, los que han decidido (o han podido) aceptar las normas para sobrevivir en ese mundo antropófago: Gooper, el hijo mayor de la familia, y su esposa; la abuela; el reverendo Tooker (“personificación viviente de la mentira piadosa y convencional”)

La acción se desarrolla en el dormitorio de una mansión, en una próspera plantación del delta del Mississippi. La habitación está como la dejaron Peter Ochello y Jack Straw, una vieja pareja que agotó allí toda una vida en común. Está decorada con un estilo oriental, cálido; nada que ver con ese paisaje sureño y sus nuevos ocupantes, Brick y Margaret. Éste es el único escenario y parte del alma de esta obra. Una familia se reúne por el cumpleaños del abuelo, el gran patriarca, y allí se encuentran la esposa de éste, los dos hijos del viejo matrimonio con sus respectivas esposas, los “insoportables” pequeños del hijo mayor, además del reverendo y el médico, que también han acudido ante la anunciada muerte del abuelo y que ahora tratan de ocultarle algunos de ellos mientras, a sus espaldas, pretenden atar el destino de sus propiedades.

Todo gira en torno a la “mendacidad”, motivo por el que Brick, el hijo menor de los abuelos, vieja estrella del deporte, se ha vuelto un alcohólico acabado. Se ha roto la pierna en una de sus borracheras, por lo que la familia sube a su habitación para celebrar el encuentro. Los personajes van saliendo y entrando en ella. Brick no soporta a su mujer, Maggie, “la gata” que pese a todo aguanta sobre ese tejado ardiendo que es su vida con su marido, al culpabilizarla de la muerte de su amigo Skipper. En realidad, la profunda amistad que unía a éstos acaba por resquebrajarse ante a la mirada acusadora de los demás, quienes ven en ella una homosexualidad escondida. El abuelo, un personaje autoritario y malhumorado, quien intenta tener una conversación sincera con Brick sobre la posible homosexualidad de éste (punto álgido de la historia), le recuerda que, fueran ciertos o no los rumores, fue él quien no quiso afrontar la situación junto a su amigo y quien se negó a ayudarle: “Este asco que te produce la mendacidad no es más que asco de ti mismo”.

Hay un fragmento de una acotación que está en el centro mismo de La gata… y que para mí resume lo brillante de esta obra, esa impresionante tensión dramática. No le interesa si el hecho que discuten padre e hijo es o no cierto: “El pájaro que pretendo atrapar en la red de esta obra no es la solución al problema psicológico de un hombre. Trato de captar la verdadera naturaleza de la experiencia de un grupo de personas, esa interrelación turbia, vacilante, evanescente, con una carga feroz, que se da entre unos seres humanos en medio de la tormenta de una crisis común”.

Los protagonistas están llenos de contradicciones, como la vida misma. El padre es un viejo que siente asco de su mujer, de su hijo mayor, su nuera y sus nietos, pero de alguna manera es comprensivo con Brick (que puede vivir como quiera dentro de sus tierras); le explica que Jack Straw y Peter Ochello, a quien Brick llama “degenerados” o “maricones”, le acogieron en aquella casa después de llegar a los Estados Unidos y haber vivido como un ser inmundo. Maggie ama a Brick y es un ser impulsivo, espontáneo y con sentido del humor, pero también desea no quedarse fuera del juego de la familia, sin su parte de la herencia del abuelo porque sabe lo que es ser pobre… Todos ellos son mirados con ternura por el autor en medio de sus contradicciones y de lo grotesco de su existencia, lo que para mí le une a McCullers, a Capote, a Lee… –además de la maravillosa estética de sus obras–, ya sean sus personajes “monstruos” deformes, asesinos, hipócritas…

Éste es un drama clásico pero contado de una forma poética y con una sinceridad que en el momento en que se publicó pudo resultar brutal para muchos, tanto que el autor, según cuenta Diego Galán en un artículo de El País, repudió la película llevada al cine por Richard Brooks hasta el punto de ir a las colas de los cines para convencer a los espectadores de que no entraran a verla. Es comprensible, yo la he vuelto a ver: la censura le robó a la historia la habitación de Straw y Ochello, la mención de estos personajes, el tema de la homosexualidad que sólo puede intuirse con imaginación, esa abuela vivaracha, gorda y vulgar, que se ha convertido en una mujer delgaducha, molesta y tonta, el final, la redondez de la obra de Tennessee Williams… Tendrá y conservará otras cosas, pero le falta algo esencial: la sinceridad, la mirada de su autor.

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