Francesc Bayarri - "Cita a Sarajevo" (L'Eixam)

En 1969 el general croata Vjekoslav Luburic, responsable de miles de asesinatos en el campo de concentración que comandaba durante la Segunda Guerra Mundial (en la que su ejército combatió junto a los nazis), llevaba años viviendo plácidamente en Carcaixent, una localidad cercana a Valencia. Hasta aquí había llegado a través de la Ruta de Ratas (como popularmente se conoce a las vías de escape que se tendieron desde diversos países -entre ellos el Vaticano- para refugiar a criminales de guerra nazis) con la ayuda de la iglesia y la connivencia del régimen franquista, que lo tenía como ejemplar luchador anticomunista. Pero aquél año también encontraría aquí su muerte. Su sirviente, el joven yugoslavo Ilija Stanic, que desapareció en el momento del asesinato, fue acusado inmediatamente como autor del crimen, pero nadie, ni la policía y los servicios de espionaje franquistas, ni la Interpol, lograron nunca encontrarle. Sin embargo, más de tres décadas después, un periodista valenciano al que impactó aquel suceso de su infancia, toma en sus manos la investigación de lo sucedido y emprende un viaje a Sarajevo detrás de una corazonada que le dice que allí encontrará al supuesto autor de los hechos.

Seguir Leyendo... Ése es el punto de partida de Cita a Sarajevo ('06, L'Eixam Edicions), un excelente libro, a mitad camino entre el gran reportaje periodístico y el ensayo, del periodista valenciano Francesc Bayarri. Una obra trepidante y atractiva en muchos sentidos. El primero y obvio es el de la resolución del misterio que investiga, que el autor desvela con notable pulso, dosificando los datos y cada uno de los pasos para mantener en vilo al lector. El segundo, la descripción de las realidades resultantes de la antigua Yugoslavia, a partir de la descripción de su pasado con la excusa de situar las historias de Luburic y Stanic (que no son sino una consecuencia de la historia de la zona), y también del viaje en busca del segundo al Sarajevo actual; aspectos que Bayarri introduce en la narración de un modo sutil, dándole gran importancia, pero sin parecer en ningún momento un anexo innecesario a la trama del relato. Y finalmente, como guinda de toda la obra, la introducción por parte del autor de su propia reflexión sobre la realidad informativa, motivada por la duda que le queda sobre lo vivido una vez concluida su investigación.

Poco más les puedo contar de este libro (si no se lo quiero fastidiar) cuyo principal misterio no es si hubo o no cita -la hubo, como en su día publicó la prensa (Levante-EMV, La Vanguardia, ambos en pdf)-, sino, en todo caso, saber si el periodista será capaz de encontrar la verdad de lo sucedido. O, más aún, si esa verdad, o cualquier otra, existe como tal.

Esta entrada se ha publicado paralelamente en Testigo Accidental.

Michael Connelly - "El Eco Negro" (Ediciones B)

El cadáver de un yonki aparece muerto en un lugar apartado de la ciudad de Los Ángeles frecuentado por drogadictos. Su hallazgo coincide con el turno de un detective huraño e individualista y, casualidades de la vida, éste conoció al muerto años atrás, cuando combatieron juntos en la guerra del Vietnam. Esto, y un par de detalles extraños, llevarán al detective a pensar, en contra de lo que asumen todos sus colegas, que la persona cuyo cuerpo ha sido hallado no murió de una sobredosis accidental, sino que fue asesinado. Ése es el punto de partida, tópico al tiempo que rebuscado, de El Eco Negro. Pero lo que son las cosas, es también el principio de la vida para la ficción de Harry Bosch, un detective de la mano del cuál, Michael Connelly, un periodista de sucesos norteamericano, saltó a la fama. Y a decir verdad, por lo leído en este debut, ya tengo la impresión de que su éxito podría ser francamente merecido.

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Seguramente sus lectores habituales dirán que sí, que Connelly (del que Clint Eastwood adaptó al cine Deuda de Sangre) es un gran escritor, pero yo me ceñiré a esta su primera obra, la única que hasta ahora he leído y puedo valorar. Y es que, como comenté en una ocasión anterior, las novelas de una serie protagonizada por los mismos personajes pueden no constituir un todo (al dar por supuesto que el lector conocerá el pasado de los personajes contado en otras entregas), pero no es ése el caso de El Eco Negro, pues contiene todos los elementos que el lector necesita para disfrutarla al cien por cien. Y lo más sorprendente y que a mi modo de ver hace realmente valiosa esta obra es que, pese a contar con una serie de elementos muy comunes al género -policía individualista e idealista, sistema aparentemente corrupto, pinceladas de tensión sexual, etc.-, están manejados con gran soltura y constituyendo una trama intensa y que se desarrolla de un modo ágil y trepidante.

Eso en definitiva es lo más valioso y llamativo de este debut literario de un Michael Connelly que cumple ahora dieciséis años de éxito ininterrumpido (recientemente presentó en España, Echo Park su última novela traducida al castellano); por un lado la construcción de una trama compleja, pero que funciona de un modo muy dinámico y perfectamente ensamblado, sin perder al lector en detalles superfluos; y por otro la frescura de su narrativa, carente de artificios, pero hábil a la hora de repartir en breves descripciones y líneas de diálogo los detalles que configuran la profundidad de sus personajes. Es puro entretenimiento, pero realizado con inteligencia y buena factura. Para mí, un grato descubrimiento.

A. S. Byatt – “La mujer que silba” (Emecé)

Hasta ahora siempre me había ocurrido que en cuanto me acababa de leer un libro, la emoción del final me llevaba a querer hablar sobre él enseguida. Con La mujer que silba no fue así. Lo acabé algo desconcertada y decidí madurarlo, a ver si llegaba a la conclusión que la autora de una manera u otra había planteado. Lo curioso era que a mitad del libro, en muchos pasajes había conseguido impresionarme con sus palabras y recovecos, y las expectativas a lo largo de sus páginas estaban siendo altísimas. Por eso me sorprendió que su final no fuera apoteósico.

Ya me había entusiasmado antes con una novela de Antonia Susan Byatt. Años atrás, Posesión me había embaucado de esa manera enfermiza en que solo lo hacen las grandes novelas, que no puedes dejarlas hasta que llegas a la última página. Dos historias de amor en paralelo, separadas por un siglo y unidas en el amor a la literatura. Con La mujer que silba parecía que me iba a ocurrir lo mismo: varios personajes con experiencias muy diferentes que se entrecruzan en torno a una universidad inglesa en plena revuelta de 1968 y que aportan reflexiones sobre el amor, la revolución, la utopía, la mente, la vida. Bueno, y en cierto modo me ocurrió lo mismo; a pesar de su complejidad, no podía parar de leer, quería saber más y más, aunque esta vez el remate no me resultó tan satisfactorio. Y después de dos meses desde que la terminé, sigo sin tener la sensación de que el círculo se haya cerrado.

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Byatt plantea una novela ambiciosa. Como en Posesión, vuelve a jugar con varios géneros literarios dentro de la misma obra -el cuento, la carta, el monólogo interior-, que asigna a cada personaje como seña de identidad, y hay más de diez que en algún momento adquieren el cariz de protagonistas aunque yo me quedaría principalmente con dos, Frederica Potter y Joshua Ramdsen, por ser las personalidades más fuertes y decisivas en la obra. La primera es una profesora de Literatura de la Universidad de North Yorkshire, divorciada y madre de un hijo que es disléxico y que a pesar de sus dificultades de aprendizaje tiene una madurez y una inteligencia muy desarrolladas para su edad. Cuando empieza la historia ella se encuentra en una encrucijada, la enseñanza ya no parece tener ningún aliciente para ella en un contexto en que únicamente se enarbolan pancartas, se pretende abolir el pasado y se cuestiona la vigencia misma de la educación porque mata la imaginación y constriñe la libertad del inocente ser humano. Este es uno de los enfrentamientos más vibrantes con uno de los líderes de la autoproclamada ‘antiuniversidad’:

“-Bueno, ¿de qué le gustaría hablar?

- Bueno, podríamos hablar de mi idea sobre la educación. Es diferente de la suya. Creo en la importancia de aprender cosas, de conocer cosas. No creo que todo se consiga sin esfuerzo.

-Es usted una persona convencional. Me di cuenta de ello en cuanto la vi. Supongo que ha tenido una enorme cantidad de ello.

-¿Una enorme cantidad de qué?

-De educación.

-Bastante. Fui a la universidad. Estudié literatura. He llegado a la conclusión de que uno consigue pensar mejor por sí mismo cuando tiene una idea de lo que otras personas han pensado y de cómo lo han hecho”.

A lo largo de la novela ella va evolucionando: deja su trabajo para empezar a presentar un programa cultural en la BBC, abandona una tormentosa relación con un joven matemático relacionado con una secta religiosa que se formará cerca de la universidad y conoce a un científico un tanto misógino que al principio le enerva y que paulatinamente se convertirá en un interesante cambio de rumbo para su vida.

En las casi quinientas páginas del libro Byatt aporta interesantes reflexiones en temas muy variopintos y, lo que es más difícil, lo hace de una manera fluida. La memoria y la cognición, el comportamiento gregario en un grupo pequeño, la vida sexual de los caracoles y la genética, la religiosidad, la terapia psicológica. El segundo personaje central que citaba más arriba es Joshua Ramdsen, que luego se hace llamar Josh Lamb. Se trata de un enfermo internado en un psiquiátrico de la zona que posee un enorme poder de atracción entre los que le rodean y que consigue transformar lo que era una terapia de grupo en una secta religiosa que vive aislada en una granja, siguiendo los dictados de su fanático líder. A través de Ramdsen y sus visiones místicas que se hunden en una infancia traumática, leemos sobre San Agustín y sus primeros escritos relacionados con la secta de los maniqueos. Y alrededor de este magnético personaje, también nos encontramos con Wittgenstein, Kierkegaard, la espiral de Fibonacci, John Donne, Carl G. Jung y su Discurso sobre la sombra. Un cúmulo de referencias que nunca resultan excesivas ni desafortunadas, sino que conforman la intensidad intelectual que es La mujer que silba. Sin embargo, es el final, como decía antes, lo que resulta decepcionante precisamente por haber levantado tantas expectativas. Muchos personajes se diluyen en los últimos pasajes y no sabemos qué ocurre con ellos y otros, que habían apenas aparecido adquieren importancia en una conclusión que no es tal. Una novela con ese planteamiento necesitaba un clímax a la altura.

Aunque el escenario parezca muy insospechado a mí me ha resultado muy enriquecedora su lectura y es más, considero que su reflexión sobre la radicalidad por la radicalidad tiene plena vigencia hoy mismo porque, como entonces, vivimos en un mundo en crisis. En una de sus columnas de los miércoles Elvira Lindo comentaba hace poco los últimos actos de boicot a conferenciantes (Rosa Díez, Dolors Nadal, María San Gil) en pleno ambiente de campaña electoral, poniendo como ejemplo algo parecido que le ocurrió a Saul Bellow en un contexto calcado al que muestra La mujer que silba. Como dijo aquel gran escritor estadounidense, “el radicalismo es el último refugio de los privilegiados”.


NOTA: Relacionado con todo esto, y sin voluntad de agotar a nadie con las referencias, recomiendo esta entrevista al filósofo francés André Compte-Sponville.

Mark Billingham - "Bajo Tierra"

Si el género policíaco es considerado en muchas ocasiones como un género menor, uno de los factores que afianzaría en mayor medida esa idea sería la extendida costumbre entre muchos autores de que buena parte de sus novelas estén protagonizadas por personajes que no han sido dibujados sólo en una de ellas, sino a lo largo de una serie o en entregas precedentes. No constituyen, como la mayoría de los libros, un todo, un continente en el que el autor ofrece todos los elementos con los que quiere que el lector se maneje. En cambio, muchas veces, los escritores cuentan con que los lectores ya conocerán perfiles de personajes ya avanzados en anteriores libros o, simplemente, prescinden de reincidir en descripciones que podrían resultar redundantes para sus lectores habituales.

Encontrar la justa medida para evitar la redundancia y, al tiempo, construir novelas en las que todo esté al alcance tanto del lector fiel como del casual, es algo muy difícil, que sólo algunos maestros consiguen. Y no siempre. Les cuento todo esto porque la novela de las que les voy a hablar pertenece a la penúltima serie de novelas protagonizadas por un policía y me ayuda a explicar perfectamente -más algún otro factor- por qué no me he enamorado de Tom Thorne.

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Bajo Tierra, no es la primera de las novelas protagonizadas por este inspector londinense creado por Mark Billingham, un escritor británico que se ganó sus primeros jornales tras la máquina de escribir ejerciendo de guionista de series de televisión. Pero tampoco es la segunda, como parecería por el hecho de ser la segunda que Algaida publica tras haber lanzado hace unos meses su debut en Sueño Profundo. Es, creo, la sexta de la serie, por lo que es fácil que el autor, acostumbrado a trabajar con el personaje (desde su creación le ha hecho participara en una aventura por año), haya por ello prescindido en ella de dotar de una densidad propia al protagonista, al margen de la que uno se pueda hacer a partir de sus erráticas relaciones con el resto de personajes. Sí, parece torpe, inseguro con los demás, tanto para afianzar su relación con su gente más cercana, como para entablar nuevas relaciones. Sin embargo, son apreciaciones un tanto sui géneris, pues la novela no es que se detenga en ningún momento a tratar a los personajes.

Y no es porque carezca de espacio, ya que Bajo Tierra es una novela francamente extensa. Ése sería el otro punto flaco de la novela, su extensión. Pero no porque a uno le guste acabar pronto, sino porque no era necesario tanto para contar tan poco. Realmente Bajo Tierra no es una novela negra, sino, en todo caso, una novela policial, una obra en la que se detalla como la policía sigue una investigación. En cambio, y eso es lo que la distancia del género negro, la trama no aporta ninguna descripción social remarcable. Es un puro trasunto criminal en el que se investiga el secuestro de un chico de una familia acomodada. Si, para colmo, la trama se prolonga innecesariamente con diálogos supérfluos, descripciones huecas, y sin a penas el más mínimo altibajo en la tensión de lo narrado más allá de un para de tímidos golpes de efecto, el resultado es bastante desalentador. Obviamente, hasta protagonizadas por Carvalho hemos leído más de una novela prescindible. Aunque, por suerte (para él y para nosotros), Montalbán no cometió en esas excepciones el defecto de hacernos el mal trago tan largo.

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