Los libros de viajes tiene diversos usos: evasión, información, puro disfrute literario... En este caso lo que yo buscaba en Florencia de David Leavitt era impregnarme del espíritu de una ciudad que iba a visitar y respecto a la cual tenía una imagen muy clara gracias a dos películas, Una habitación con vistas y, especialmente, Hannibal (lo siento, no me he leído ninguno de los textos originales...). Creo que la segunda es mucho más sugerente y evocadora del ambiente decadente que despide la ciudad. Tal y como hay una música, un libro, una película, para cada momento, también hay ciudades que se deberían visitar en el punto vital adecuado y eso es lo me pasó a mí con Florencia, ¡oh, la artística Florencia! No me quiero extender, sobra con decir que me quedo con la pasión que me transmite el doctor Lecter a través de su mirada, sus palabras, su Duomo visto desde el Belvedere... A veces los relatos mejoran la realidad. La realidad tiene sus inconvenientes.

Pero a lo que iba. Al principio me costó entrar en materia con el libro de David Leavitt, no me interesaban demasiado sus detalladas historias sobre ingleses excéntricos que se mudaron a Florencia desde el siglo XIX para escapar de la estricta moral victoriana. Al margen de alguna anécdota curiosa, las páginas se me hacían algo farragosas, pero ahora que lo pienso quizá su obra acierte de pleno, porque es como la ciudad que retrata, llena de contradicciones, recovecos y espesura, te gusta y a la vez la detestas. Por eso, cuando el escritor estadounidense se centra, a partir del cuarto capítulo, en lo que es Florencia en sí misma, en su arte, en lo que sucedió durante la II Guerra Mundial y en sus experiencias personales en ella, para mí es cuando empieza lo bueno.

Es cierto que la obra no es muy extensa y que los primeros tres capítulos se le van en asuntos que no me interesan pero el resto acaba compensando. Como cuando cuenta su primera visita de universitario voraz: “Al término de cuatro días, había visto casi todo lo que me había indicado mi profesor de Arte; […] ¿Y cómo me sentía? Irritable, impaciente, incompetente. El síndrome de Stendhal: la sobreabundancia de maravillas de Florencia sacudió mi equilibrio de tal modo que, al final de mi estancia allí, decidí interrumpir mis vacaciones y volar de vuelta a Palo Alto, impulsado por una añoranza de todas las banalidades norteamericanas con las que esperaba recuperarme a mí mismo”. Mucho mejor cuando Leavitt, como digno admirador de E.M. Forster que es, hace lo que mejor sabe, diseccionar lo que conoce de primera mano. Antes de leerlo solo lo conocía por su novela Junto al pianista, que Ventura Pons adaptó al cine como Manjar de amor pero creo que ahora me ha picado la curiosidad.

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