A. S. Byatt – “La mujer que silba” (Emecé)

Hasta ahora siempre me había ocurrido que en cuanto me acababa de leer un libro, la emoción del final me llevaba a querer hablar sobre él enseguida. Con La mujer que silba no fue así. Lo acabé algo desconcertada y decidí madurarlo, a ver si llegaba a la conclusión que la autora de una manera u otra había planteado. Lo curioso era que a mitad del libro, en muchos pasajes había conseguido impresionarme con sus palabras y recovecos, y las expectativas a lo largo de sus páginas estaban siendo altísimas. Por eso me sorprendió que su final no fuera apoteósico.

Ya me había entusiasmado antes con una novela de Antonia Susan Byatt. Años atrás, Posesión me había embaucado de esa manera enfermiza en que solo lo hacen las grandes novelas, que no puedes dejarlas hasta que llegas a la última página. Dos historias de amor en paralelo, separadas por un siglo y unidas en el amor a la literatura. Con La mujer que silba parecía que me iba a ocurrir lo mismo: varios personajes con experiencias muy diferentes que se entrecruzan en torno a una universidad inglesa en plena revuelta de 1968 y que aportan reflexiones sobre el amor, la revolución, la utopía, la mente, la vida. Bueno, y en cierto modo me ocurrió lo mismo; a pesar de su complejidad, no podía parar de leer, quería saber más y más, aunque esta vez el remate no me resultó tan satisfactorio. Y después de dos meses desde que la terminé, sigo sin tener la sensación de que el círculo se haya cerrado.

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Byatt plantea una novela ambiciosa. Como en Posesión, vuelve a jugar con varios géneros literarios dentro de la misma obra -el cuento, la carta, el monólogo interior-, que asigna a cada personaje como seña de identidad, y hay más de diez que en algún momento adquieren el cariz de protagonistas aunque yo me quedaría principalmente con dos, Frederica Potter y Joshua Ramdsen, por ser las personalidades más fuertes y decisivas en la obra. La primera es una profesora de Literatura de la Universidad de North Yorkshire, divorciada y madre de un hijo que es disléxico y que a pesar de sus dificultades de aprendizaje tiene una madurez y una inteligencia muy desarrolladas para su edad. Cuando empieza la historia ella se encuentra en una encrucijada, la enseñanza ya no parece tener ningún aliciente para ella en un contexto en que únicamente se enarbolan pancartas, se pretende abolir el pasado y se cuestiona la vigencia misma de la educación porque mata la imaginación y constriñe la libertad del inocente ser humano. Este es uno de los enfrentamientos más vibrantes con uno de los líderes de la autoproclamada ‘antiuniversidad’:

“-Bueno, ¿de qué le gustaría hablar?

- Bueno, podríamos hablar de mi idea sobre la educación. Es diferente de la suya. Creo en la importancia de aprender cosas, de conocer cosas. No creo que todo se consiga sin esfuerzo.

-Es usted una persona convencional. Me di cuenta de ello en cuanto la vi. Supongo que ha tenido una enorme cantidad de ello.

-¿Una enorme cantidad de qué?

-De educación.

-Bastante. Fui a la universidad. Estudié literatura. He llegado a la conclusión de que uno consigue pensar mejor por sí mismo cuando tiene una idea de lo que otras personas han pensado y de cómo lo han hecho”.

A lo largo de la novela ella va evolucionando: deja su trabajo para empezar a presentar un programa cultural en la BBC, abandona una tormentosa relación con un joven matemático relacionado con una secta religiosa que se formará cerca de la universidad y conoce a un científico un tanto misógino que al principio le enerva y que paulatinamente se convertirá en un interesante cambio de rumbo para su vida.

En las casi quinientas páginas del libro Byatt aporta interesantes reflexiones en temas muy variopintos y, lo que es más difícil, lo hace de una manera fluida. La memoria y la cognición, el comportamiento gregario en un grupo pequeño, la vida sexual de los caracoles y la genética, la religiosidad, la terapia psicológica. El segundo personaje central que citaba más arriba es Joshua Ramdsen, que luego se hace llamar Josh Lamb. Se trata de un enfermo internado en un psiquiátrico de la zona que posee un enorme poder de atracción entre los que le rodean y que consigue transformar lo que era una terapia de grupo en una secta religiosa que vive aislada en una granja, siguiendo los dictados de su fanático líder. A través de Ramdsen y sus visiones místicas que se hunden en una infancia traumática, leemos sobre San Agustín y sus primeros escritos relacionados con la secta de los maniqueos. Y alrededor de este magnético personaje, también nos encontramos con Wittgenstein, Kierkegaard, la espiral de Fibonacci, John Donne, Carl G. Jung y su Discurso sobre la sombra. Un cúmulo de referencias que nunca resultan excesivas ni desafortunadas, sino que conforman la intensidad intelectual que es La mujer que silba. Sin embargo, es el final, como decía antes, lo que resulta decepcionante precisamente por haber levantado tantas expectativas. Muchos personajes se diluyen en los últimos pasajes y no sabemos qué ocurre con ellos y otros, que habían apenas aparecido adquieren importancia en una conclusión que no es tal. Una novela con ese planteamiento necesitaba un clímax a la altura.

Aunque el escenario parezca muy insospechado a mí me ha resultado muy enriquecedora su lectura y es más, considero que su reflexión sobre la radicalidad por la radicalidad tiene plena vigencia hoy mismo porque, como entonces, vivimos en un mundo en crisis. En una de sus columnas de los miércoles Elvira Lindo comentaba hace poco los últimos actos de boicot a conferenciantes (Rosa Díez, Dolors Nadal, María San Gil) en pleno ambiente de campaña electoral, poniendo como ejemplo algo parecido que le ocurrió a Saul Bellow en un contexto calcado al que muestra La mujer que silba. Como dijo aquel gran escritor estadounidense, “el radicalismo es el último refugio de los privilegiados”.


NOTA: Relacionado con todo esto, y sin voluntad de agotar a nadie con las referencias, recomiendo esta entrevista al filósofo francés André Compte-Sponville.

1 comentarios:

    On 21 de marzo de 2008, 17:04 Anónimo dijo...

    Me contagías las ganas de leermelo.

    Besets!

    M.B.C

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